Clase 03 - Apunte: “Miradas y Encuentros”, EI declive del hombre público




Texto publicado en Delfino, Silvia (compiladora) La Mirada Oblicua. Estudios Culturales y Democracia; Ed. La Marca, 1993. Buenos Aires.

Ciudad, medios y modernización

Miradas y Encuentros *

Richard Sennett**

Existe una palabra asociada lógicamente a un público urbano multiforme: es la palabra «cosmopolita». Un cosmopolita, según el uso francés registrado en el año 1738, es un hombre que se mueve cómodamente en la diversidad, se encuentra cómodo en situaciones que no tienen ningún vínculo o paralelo con aquello que lees familiar. El mismo sentido de la palabra apareció en el idioma inglés antes que en francés, pero no fue muy empleado hasta el siglo XVIII. En vista de los nuevos términos empleados para referirse al hecho de estar en público, el cosmopolita se constituyó en el hombre público perfecto. Un uso temprano de la palabra en inglés anunció el sentido común de la misma en la sociedad burguesa del siglo XVIII. En una de sus Cartas (1645), Howell escribió: «He llegado al mundo revoleándome, un puro segundón, un verdadero Cosmopolita, que no ha nacido para tierra, arriendo, casa u oficina.» Sin haber heredado riquezas o una obligación feudal, el cosmopolita debe hacer de la necesidad su camino en el mundo, cualquiera sea el placer que disfrute en él. Por lo tanto, «público» viene a significar una vida que transcurre fuera de la vida de la familia y de los amigos cercanos.
En la región pública, los grupos sociales complejos, distintos, habrían de llegar a un contacto indefectible. La ciudad capital constituía el foco de esta vida pública.
Estos cambios en el idioma fueron correlativos a condiciones de la conducta y de los términos de la creencia en las ciudades cosmopolitas. Cuando las ciudades crecieron, y desarrollaron sistemas de sociabilidad independientes del control real directo, crecieron también aquellos lugares donde los extraños podían llegar a relacionarse en forma regular. Esta fue la era de la construcción de parques urbanos masivos, de los primeros intentos de hacer que las calles se adaptaran al propósito específico de los paseos como una forma de relajamiento. Fue la era en la cual los salones de café, luego las cafeterías y las posadas se transformaron en centros sociales; en la que el teatro y la ópera se abrieron al gran público merced a la venta libre de entradas, a diferencia de la antigua práctica en la que patronos aristocráticos distribuían los lugares. Las diversiones urbanas se difundieron fuera de un pequeño círculo de minorías y hacia un espectro más amplio de la sociedad, de modo que incluso las clases trabajadoras comenzaron a adoptar algunos de los hábitos de sociabilidad, como los paseos por los parques, que constituían al principio un lugar exclusivo de la minoría, caminando por sus jardines privados o «entregando» una noche al teatro.
En el dominio de la necesidad como en aquel del ocio, se desarrollaron pautas de interacción social que se acomodaban al intercambio entre los extraños y no dependían de determinados privilegios feudales o de un control monopólico estable­cido por decreto real.
Las gentes trataban ansiosamente de crear modos de expresión, e incluso de vestir, que ordenarían la nueva situación urbana y buscaban también delimitar esta vida con respecto al dominio privado de la familia y los amigos. Con frecuencia, y en su búsqueda de principios de orden público, recurrieron a modos de lenguaje, vestimenta o interacción adaptados lógicamente a una era que estaba desapareciendo y trataron de forzar la significación de estos modos bajo condiciones nuevas y opuestas.
Tanto en conducta como en creencia los habitantes de las capitales del siglo XVIII intentaron definir lo que era y lo que no era la vida pública. La línea trazada entre lo público y lo privado era aquella sobre la cual los reclamos de la civilidad, compendiados por la conducta pública, cosmopolita, estaban equilibrados con los reclamos de la naturaleza, compendiados por la familia. Ellos vieron a estos reclamos en conflicto, y la complejidad de su visión se basa en que rehusaron preferir a uno sobre el otro, manteniendo a los dos en estado de equilibrio. A mediados del siglo XVIII, el comportarse con los extraños de una manera emocionalmente satisfactoria y permanecer, sin embargo, apartado de ellos fue visto como el medio por el cual eI animal humano se transformó en el ser social. A su vez, las capacidades para la paternidad y la amistad profunda fueron consideradas como potencialidades naturales más que como creaciones humanas. Mientras el hombre se convertía a sí mismo en público, realizaba su naturaleza en el dominio privado, sobre todo en sus experiencias dentro del núcleo familiar. Las tensiones que se produjeron entre los reclamos de la civilidad y los derechos de la naturaleza, representados división entre la vida pública y privada en centro cosmopolita, no sólo difundieron la elevada cultura de la época, sino la extendieron hacia dominios más mundanos. Estas tensiones aparecieron en los manuales destinados a la crianza de los niños, en los opúsculos sobre la obligación moral y en las creencias de sentido común sobre los derechos del hombre. En forma conjunta, lo público y lo privado crearon aquello que hoy podría denominarse como un «universo» de relaciones sociales.
Pero existió un equilibrio de la geografía pública y privada en tiempos de la Ilustración, y en él se destaca el cambio fundamental en las ideas de público y privado que reforzaron las grandes revoluciones a finales de siglo y la aparición de un capitalismo industrial nacional en los tiempos más modernos.
Tres fuerzas estaban al servicio de este cambio. Existía, en primer lugar, una doble relación mantenida en el siglo XIX por el capitalismo industrial con la vida pública en la gran ciudad; en segundo lugar, una reformulación del secularismo originado en el siglo XIX y que afectaba el modo en que la gente interpretaba lo extraño y lo desconocido; y, en tercer lugar, una fuerza, que se transformó en debilidad erigida dentro de la estructura de la vida pública en el ancien régime. Esta fuerza significó que la vida pública no sufriera una muerte instantánea bajo el peso del cataclismo político y social a finales del siglo XVIII. La geografía pública se prolongó dentro del sigloXIX, aparentemente intacta, y cambiando, de hecho, desde su interior. Esta herencia conmovió a las nuevas fuerzas del secularismo y del capitalismo tanto como habían estado trabajando sobre ello.
En primera instancia, la doble relación del capitalismo industrial y la cultura pública a urbana se basan en las presiones de la privatización que el capitalismo produjo en la sociedad burguesa del siglo XIX. En segunda instancia, en la «mistificación» de la vida material en público, especialmente en cuestión de vestimentas, ocasionada por la producción y distribución masivas.
Los traumas del capitalismo del siglo XIX llevaron a aquellos que tenían los medios a tratar de protegerse de cualquier forma posible frente a los choques de un orden económico que no entendían ni los vencedores ni sus víctimas. Paulatinamente se desgastó la voluntad de controlar y dar forma al orden público y las gentes se dedicaron a protegerse de él. La familia se trasformó en una de estas defensas.
Intimidad estabilidad parecían estar unidas en la familia; junto a este orden ideal, la legitimidad del orden público fue puesta en entredicho.
El Capitalismo industrial estuvo trabajando del mismo modo y directamente sobre la vida material del propio dominio público. Por ejemplo, la producción masiva de vestimentas, y el uso por parte de sastres particulares o costureras de modelos de producción masiva, significó que muchos segmentos diferentes del público cosmopolita comenzaran a adquirir en gran escala una apariencia semejante, que los rasgos públicos perdiesen sus formas distintivas. Sin embargo, virtualmente nadie creía que la sociedad se estuviese volviendo homogénea; la máquina significó que las diferencias sociales, diferencias importantes, necesarias para saber si uno iba a sobrevivir en un medio de extraños en rápida expansión, se volvían ocultas y los extraños un misterio más huraño. La producción mecánica de una amplia variedad de bienes, vendidos por vez primera en un medio masivamente mercantilizado, el gran almacén, tuvo éxito con el público no merced a anuncios de su utilidad o de precios económicos, sino más bien a través de capitalizar su mistificación. Así como se volvieron más uniformes, los bienes físicos fueron dolados de cualidades humanas en los anuncios publicitarios, haciéndolos aparecer como misterios inasequibles que debían ser poseídos para poder comprenderlos. Marx lo llamó «fetichismo de la mercancía»; y fue sólo uno de entre los muchos que se sintieron sacudidos por la confluencia de la producción masiva, la homogeneidad de la apariencia y, además, por la inversión en cosas materiales de atributos o asociaciones de personalidad privada.
*Tomado de Richard Sennett. EI declive del hombre público. Barcelona, Península. 1978

** Richard Sennett es profesor de sociología en la Universidad de Nueva York y fundador del "New York Institute for the Humanities". Sus obras (Vida urbana e identidad personal. Narcisismo y cultura moderna o La autoridad) analizan la vida social a partir de los vínculos emocionales que los sujetos establecen entre sino sólo en ámbitos públicos sino, fundamentalmente, privados. En El declive del hambre público historiza, a través de la organización social de las emociones, lo que considera una de "las ambigüedades básicas del capitalismo", la relación entre el individuo y la
comunidad: desde el intercambio activo en la plaza pública hasta la omnipresencia de los medios electrónicos, los roles se han ido transformando, corno en una escena de teatro, a través de la paradoja entre visibilidad y aislamiento que rige la vida moderna. De este modo, cuando enuncia la pérdida de sentido de algunas dimensiones de interacción, a partir de sus efectos en el ámbito privado, Sennett. produce un análisis sugerente y correlativo al de Jürgen Habermas sobre la esfera pública.